A veces pensamos en la santidad como una característica propia de Dios y de los seres humanos. Pero un aspecto interesante de la santidad que nos enseña la Biblia es que cosas como el Día de Reposo y los utensilios del templo eran considerados santos. El hecho de que aun los objetos puedan ser santos nos revela una verdad importante: ser santo es estar vinculado de manera especial con Dios. Como Dios es santo, todo lo que esté relacionado con Dios se convierte en santo por esa relación especial solamente.
El Día de Reposo, por ejemplo, es santo porque Dios lo distinguió de los otros seis días y los puso en una relación especial con Dios—es un símbolo de descanso y de la actividad creadora de Dios. Los utensilios eran santos porque estaban consagrados para el uso exclusivo en la adoración a Dios. De manera que todo con lo que Dios ha decidido relacionarse es Santo.
Deuteronomio 7:6 enfatiza este punto: “Porque para el Señor tu Dios tú eres un pueblo santo; él te eligió para que fueras su posesión exclusiva entre todos los pueblos de la tierra.” Israel era santo porque Dios lo había apartado de los demás pueblos y lo puso en una relación de pertenencia. Cuando el Nuevo Testamento habla de ser apartados y colocados en una relación especial con Dios, los escritores utilizaron el término “llamado”. Ser llamado es ser invitado por Dios. Siendo seres a la imagen de Dios, “llamado” también se refiere a nuestra capacidad de responder a ese llamado.
La santidad es mucho más que haber sido llamado. También implica nuestra respuesta en consagración y obediencia. De manera que si bien somos santos porque hemos sido llamados y puestos en una relación especial con Dios, debemos responder a ese llamado para ser santos. Estamos llamados a santidad, y también somos santos porque hemos sido llamados—porque Dios nos apartó del mundo perdido y nos trajo a una relación de pertenencia.
La iniciativa de Dios al llamarnos siempre es el primer paso en nuestra posibilidad de ser santos. Si olvidamos este punto podríamos creer que la santidad es algo que nosotros logramos por nuestro propio esfuerzo en consagrarnos y obedecer los mandamientos de Dios. La santidad se convierte en nuestro logro. Pero el evangelio nos dice que no es así. Si bien nuestra consagración y obediencia son vitales en nuestra búsqueda de la santidad, son en realidad nuestra respuesta a la iniciativa y la gracia de Dios. Estas vienen después de que Dios nos ha llamado.
Santidad es más que ser usado por Dios para su servicio. De acuerdo a la Biblia, Dios eligió a Faraón y a Ciro para ser instrumentos de su voluntad. Pero eso no los hizo santos. Su relación con Dios era temporal y no era íntima. No pertenecían a Dios así como Israel pertenecía a Dios. La situación es distinta para el pueblo que ha sido llamado a una relación santa. En primer lugar, esta relación no es temporal sino eterna. Pablo dijo, “porque las dádivas de Dios son irrevocables, como lo es también su llamamiento” (Romanos 11:29). A pesar del pecado de Israel y las fallas de la iglesia, el pacto de Dios es eterno. En segundo lugar, esta relación santa está marcada por una intimidad y pertenencia especial. Oseas comparó la relación de Israel con Dios con el vínculo entre una esposa y un esposo. Pablo visualizó a la Iglesia como la Novia de Cristo y como el Cuerpo de Cristo. La Iglesia es tan cercana a Cristo como las ramas lo están al tallo que les da vida. Ser santo es ser llamado por Dios a una relación que nunca terminará, y eso significa que pertenecemos a Dios.
Esta relación santa está muy ligada a la adoración. Como cuando Pedro dice de la Iglesia, “Pero ustedes son linaje escogido, real sacerdocio, nación santa, pueblo que pertenece a Dios, para que proclamen las obras maravillosas de aquel que los llamó de las tinieblas a su luz admirable” (1 Pedro 2:9). A igual que Israel, la iglesia es un pueblo escogido, es un pueblo santo. Hemos sido llamados de tinieblas a la luz de Dios. Por si fuera poco, somos un pueblo de sacerdotes. Somos considerados sacerdotes para que podamos “ofrecer sacrificios espirituales que Dios acepta por medio de Jesucristo” (1 Pedro 2:5). Tal y como los sacerdotes de Israel, la Iglesia ofrece sacrificio a Dios—un sacrificio de acción de gracias, alabanza y buenas obras (Hebreos 12:28, 13:15-16). Es por esto que debemos mantener nuestra santidad a través de nuestra consagración y obediencia, porque (tal y como los sacerdotes de la antigüedad) los que están delante de Dios en adoración deben ser santos.
Finalmente, esta relación de pertenencia a Dios es propia, en primer lugar, de todo el pueblo de Dios—primero Israel, luego la Iglesia. Solo en segundo lugar debemos pensar en los individuos como escogidos y llamados. La Iglesia ha sido elegida “en Cristo antes de la creación del mundo, para que sea santa y sin mancha” (Efesios 1:4). Y la iglesia como el Cuerpo de Cristo está en una relación eterna de pertenencia a Dios. La Iglesia como la Novia de Cristo ha sido santificada “lavándola con agua mediante la palabra” (Efesios 5:26). Dios llama a los individuos a ser miembros de este pueblo santo. En la medida que nos incorporamos a este pueblo y en la medida que nos consagramos y respondemos obedientemente y con fidelidad a la gracia de Dios, participamos de la relación de la Iglesia con Dios.
Pertenecemos a Dios porque le pertenecemos a la Iglesia. Somos santos porque somos miembros de este real sacerdocio. La Santidad requiere consagración y obediencia. Pero necesita del llamado de Dios a través de Jesucristo para incorporarnos al cuerpo de Cristo y, como real sacerdocio, ofrecer sacrificios espirituales. La oración permanente de la iglesia es que pueda seguir escuchando el llamado de Dios, responder con fidelidad y vivir de una manera que honre ese llamado. Al hacer esto, la iglesia será el pueblo santo de Dios.
Continuará...
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