El llamado y la consagración son dos componentes poderosos de la santidad y tienen que ver con nuestra condición respecto a Dios. A través del llamado de Dios y nuestra consagración a Él, hemos entrado a un vínculo especial—ahora pertenecemos a Dios y estamos dedicados al servicio exclusivo de Él. Hemos sido transferidos espiritualmente del mundo perdido a la presencia de Dios. A través del Espíritu Santo, hemos sido incorporados a la comunión entre el Padre y el Hijo. Pero nuestra comprensión de la santidad estaría incompleto si solo la vemos en función del lugar que ocupamos en esta relación. Tal y como sucede con otros vínculos en nuestra vida—relaciones amistosas o de negocios—nuestro nexo con Dios sería superficial si no estuviera acompañado de acciones concretas. Por esto, debemos notar que el tercer componente vital de la santidad corresponde a nuestra respuesta fiel y obediente al mandato de Dios. La palabra que usa la Biblia para describir esta conducta es justicia o rectitud.
Levítico 19 nos muestra el vínculo entre santidad y justicia. La escritura en primer lugar nota que Israel debía ser santo porque Dios es santo (19:2). Pero esto solo quería decir que Israel tenía una relación especial con Dios. Lamentablemente la historia de Israel muestra que los israelitas a menudo tomaban su santidad para ostentar su un vínculo especial con Dios. Olvidaron que santidad también quería decir que Israel tenía obligaciones que debía cumplir por ser santo. Estas obligaciones incluían honrar a sus padres y guardar el día de reposo (19:3), dejar la adoración de ídolos (19:4), dar a los pobres (19:9-10), evitar el robo y la mentira (19:11), y así sucesivamente. Tal vez el error más grande que el pueblo de Dios puede hacer es creer que la santidad tiene que ver únicamente con el estatus que tiene delante de Dios y creer que no representa responsabilidad ni obligación alguna.
A decir verdad, hay una conexión fundamental entre la santidad y los actos de justicia social. Debemos recordar que estos actos de justicia por sí mismos no hicieron santo a Israel. La santidad de Israel dependía en primer lugar del llamado de Dios. Pero estos actos, junto a los actos de consagración, eran la respuesta fiel a Dios que Él requería para que Israel fuera el pueblo santo que anhelaba. Aunque los actos u obras por si mismas no nos hacen santos, no hay santidad sin estas acciones. ¿Por qué son las obras de compasión son una parte fundamental de la santidad? Israel no podía permanecer en relación con Dios sin desarrollar el carácter de Dios, que no es únicamente santidad, sino también rectitud. Israel no solo debía mantener un estado de pureza, sino que también debían compartir el interés de Dios por la justicia, por el trato equitativo del débil, y por una conducta correcta en cada área de la vida. En la medida que Israel fallaba en amoldarse al carácter justo y recto de Dios, su vínculo con el Dios santo se debilitaba.
En 1ra. Pedro claramente leemos las implicaciones de Levítico 19: “no se amolden a los malos deseos que tenían antes, cuando vivían en la ignorancia. Más bien, sean ustedes santos en todo lo que hagan” (1:14-15). Estos versículos nos muestran, en primer lugar, que nuestra santidad está cimentada en el llamado de Dios y en segundo lugar, que la santidad debe resultar en una vida justa y recta: “sean santos en todo lo que hagan.” Este pasaje también nos ayuda a ver el origen de esa rectitud. Dicho de una manera, la rectitud implica resistir al mundo y sus malos deseos (“no se amolden a los malos deseos que tenían antes, cuando vivían en la ignorancia”). Y dicho de otra, rectitud es ser santo, como Dios es santo, en cada aspecto de nuestra conducta.
Si decimos que la santidad requiere de una obediencia fiel en la forma de acciones rectas y compasivas, ¿no estaríamos en riesgo de decir que la salvación es por obras? ¿No sería entonces la santidad un logro humano? La respuesta para estas preguntas es “no”, por dos razones. En primer lugar, como ya dijimos, nuestra santidad depende del llamado de Dios a nosotros. Cualquier cosa que hagamos es una respuesta a la iniciativa que Dios ha tomado primero hacia nosotros. El término teológico para esta iniciativa que Dios toma es gracia. La rectitud es posible solamente por la gracia de Dios. En segundo lugar, cualquier cosa que hagamos de manera recta es consecuencia de la obra de Dios en nosotros. Como dijo Pablo, “pues Dios es quien produce en ustedes tanto el querer como el hacer para que se cumpla su buena voluntad” (Filipenses 2:13). Pablo explicó este punto en mayor detalle cuando habló de la “obediencia por fe” (Romanos 1:5).
Esta frase (“obediencia por fe”) nos dice dos cosas. Primero, nos dice que la fe en Jesucristo es un acto de obediencia a Dios. Fe no es solamente creer algo. También es un acto de confiar y rendirse a Dios. Abraham es un ejemplo de esto. En obediencia a Dios, creyó y confió en las promesas de Dios. Su respuesta obediente a Dios fue un acto de justicia (Romanos 4:18-22). Segundo, nuestra obediencia continua a Dios brota de la fe. Es decir, nuestros actos justos son en realidad actos de fidelidad a Dios. Los Tesalonisences nos dan un ejemplo. Pablo manifestó su rechazo a los ídolos y subsiguiente fidelidad a Dios como la “obra realizada por su fe” (1 Tesalonisences 1:3). Estamos en el camino correcto si vemos todos nuestros actos de rectitud y compasión como resultado de nuestro compromiso de vivir en fidelidad a Dios. La fe, por lo tanto, es un acto de obediencia y fidelidad a Dios. La fe resume nuestra respuesta al llamado y la gracia de Dios.
Jesucristo es el modelo de obediencia fiel a Dios. Jesús fue el único humano en la historia que obedeció a Dios hasta las últimas consecuencias. Y es un modelo para nosotros precisamente porque era humano—después de todo, un ser justo que fuera solo divino, y no también humano, no sería un ejemplo útil para nosotros. Jesucristo es la encarnación del Hijo eterno, pero siendo humano, tuvo que aprender obediencia a través del sufrimiento, así como nosotros (Hebreos 5:8). Aun así, Jesús desplegó una obediencia perfecta, hasta la muerte, sin manifestar amargura u odio o necedad. Dicho en otras palabras, no solo llevó a cabo los mandatos de Su Padre sino que lo hizo en un acto de respuesta fiel a Dios.
De esta manera, Jesús es el ejemplo más grande de vida en el Espíritu. Los que viven y andan en el Espíritu cumplen las demandas de la ley de Dios (Romanos 8:4) pero, al igual que Jesús, no experimentan la ley como una carga u obligación. Al contrario, afirman juntamente con Jesús que su alimento es hacer la voluntad de Dios (Juan 4:34). Para los que andan en el Espíritu, los actos de justicia no son tanto el cumplimiento de una obligación sino la respuesta fiel de los hijos de Dios al amor y gracia de Dios.
Santidad, por lo tanto, significa muchas cosas, incluyendo el llamado de Dios y nuestra respuesta en consagración. También es la respuesta fiel y obediente al llamado de Dios en la forma de una vida recta con acciones de justicia y compasión. Como la vida de Dios es una vida de santidad y justicia, no hay vida más grande para nosotros que, en las palabras de Pablo, ser “imitadores de Dios” (Efesios 5:1) viviendo esta vida de santidad.
FIN.
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